
No se trata de huir, ni tampoco se trata de un lugar blando, donde el mundo no nos toque. Un espacio seguro no es una trinchera del confort ni un escondite para la fragilidad. Es, más bien, un acto. Yo creería que es una forma de intervenir la realidad.
Un espacio seguro es una grieta en la lógica de lo mismo. Es el intento insistente de frenar el golpe brutal de las taxonomías: esas que dividen, clasifican, separan los cuerpos según la raza, el género, la clase, la capacidad, la edad, la orientación… Es un lugar donde esas categorías pierden fuerza, donde ya no determinan lo que puede ser dicho, vivido y sentido. Y en su lugar, se abre otra posibilidad: la de construir un mundo que no nazca del miedo, sino del reconocimiento mutuo.
Pero esa posibilidad no aparece sola. No llega con discursos ni con buenas intenciones. Exige que estemos despiertxs. Que hayamos visto lo suficiente del sistema como para decidir no replicarlo. Porque no se construye un espacio seguro sin haber sentido antes la violencia de los espacios que no lo son: la escuela y la universidad que normalizan, la familia que corrige sin afecto o el jefe que te agota, el Estado que regula, las instituciones que administran nuestros cuerpos como si fueran recursos económicos. Saber esto, y no volverse piedra, ya es un gran gesto de emancipación.
Los espacios seguros, entonces, no son estructuras fijas. Se mueven, respiran, se transforman con quienes los habitan. No se fundan con normas, sino con pactos o como digo yo, con alianzas. Con el acuerdo tácito de que nadie será forzado a borrarse para ser escuchadx. Y lo más importante: son espacios donde se puede crear. Crear no sólo arte o teoría, sino vínculos, lenguajes, imágenes de mundo. Porque cada vez que alguien habla desde su diferencia sin ser silenciadx, el mundo cambia un poco.
Quizá por eso la escritura tiene tanto poder en esta tarea. Porque escribir es trazar un espacio que no existía. Es dibujar un margen dentro del margen. Es invocar otras formas de estar juntxs. Y no hablo de la escritura neutral, funcional, que decora informes o llena formularios. Hablo de esa escritura que nace desde la vida, desde el deseo de decir lo que no tiene lugar en ningún lado. Esa que no pide permiso, que no se arrodilla frente a los discursos del poder dominante.
Construir espacios seguros implica también reconocer que no somos solxs en esta tarea. Que el mundo no se habita sólo con seres humanos. Que hay plantas, objetos, animales, territorios enteros que participan de lo que somos. Y que cuidar ese entramado, ese tejido del que formamos parte, también es resistir. También es desobedecer la lógica de la explotación que todo lo mide por su rendimiento.
Por eso no basta con nombrar lo que está mal. Hay que crear lo que aún no existe. Los espacios seguros no son un lujo: son urgentes. No son decorado de lo político: son lo político. Son la posibilidad de que la vida no sea sólo supervivencia. Son lugares, muchas veces transitorios, frágiles, pero potentes, donde lo humano y lo no humano pueden hablarse, pensarse e inventarse. Y eso, en un mundo que nos quiere dóciles, productivxs y funcionales, es una forma radical de libertad.