Experiencias de Vida Trans
Este testimonio visceral revela cómo el cuerpo disidente se convierte en campo de batalla desde la infancia, enfrentando normas sociales opresivas, violencias estructurales y una lucha constante por el derecho a existir.
CUERPOCONFLICTOTRANS
Santiago Urdanivia
5/8/20242 min read
Aprendí sobre mi cuerpo los lugares a los que no pertenecía desde que tengo memoria, cinco o seis años, lo que no debía ser, o hacer, cómo debía hablar, vestirme, sentir, expresar mis emociones, etc. Cuando surgía de mí algún tipo de duda o reproche hacia esto, el argumento siempre era el mismo, “en todos los espacios hay una norma, y esa norma se debe cumplir”. Aprendí que había lugares donde el cuerpo podía existir y lugares donde no. Aprendí que el mundo sentía molestia cuando yo era y eso significaba aprender a callar, aprender a actuar.
Cuando llegué a la universidad, la avalancha de información sobre el mundo que iba más allá del adoctrinamiento fue, creo yo, el punto de partida, pues en el colegio era un tema de “siga la norma o lo sancionamos”, en el mundo era muy diferente, la idea absoluta existía, pero las consecuencias aniquilantes. Tengo recuerdos muy lúcidos de las primeras muertes, una semana y en un par de noticieros de la forma más fría salía “3 hombres que se nombraban mujeres asesinados en Medellín. Se sospecha, por la forma de los asesinatos, que son a manos del mismo grupo de individuos”. Acompañaban las fotos, mediamente censuradas, descripciones en las que habían sido, asfixiadas, desnudadas, golpeadas y colgadas, como si fuese algún tipo de show mediático del que el mundo debiese aprender.
Nos reuníamos en espacios cerrados, para hablar sobre cómo hacer entender al mundo que nuestras vidas eran igual de válidas, y que merecíamos vivir tanto como ellos. Como si la vida se pudiese medir. Como si la vida se debiese argumentar.
Encontraba frustrante las discusiones tan ricas sobre el cuerpo que surgían de estos espacios, contrariada con la realidad socialmente aceptada de que “en todos los espacios hay una norma, y esa norma se debe cumplir”, y la norma aquí, en el espacio donde vivíamos era que: ni maricas, ni travestis, ni enfermos, ni confundidos merecíamos vivir. Éramos vidas que no merecían ser vividas.
La avalancha de muertes obligó a las organizaciones sociales a salir a Marchar, no teníamos poder, no teníamos acceso a lugares de poder, y éramos, evidentemente, el objetivo militar de todo aquel que nos considerase lo suficientemente repugnantes como para aniquilarnos. “Déjennos nos vivir, por favor, déjennos vivir”, lo gritaban y lo repetían, casi de forma inconsciente frente a lo que representaba, casi todas las personas género disidentes que salían a dar la cara a cambio de un mínimo de humanidad. Yo lo escuchaba y se me enfriaban los huesos, sentía profunda rabia, y aguantaba las lágrimas, porque llorar, era demostrar que tenían poder sobre mi cuerpo, y tenían todo menos eso, al Estado, a la mayoría, a la conveniencia del argumento de la “libertad”, pero poder sobre mi cuerpo, nunca.
Lo trans era entonces, la resignación con la muerte a mano propia como única alternativa, y así asumir la muerte externa como la mano indulgente ante la resistencia de poder morir de pie.